Cuando mis pies se hunden en la arena de la playa por primera vez, siento un escalofrío agradable que me llena el alma de placer. Luego, mientras intentamos buscar un lugar adecuado para posar nuestros párvulos y toallas, el sol me calienta la espalda y el cuello, formando perlitas de sudor sobre mi piel.
Antes de meterse en el mar, sientes la leve brisa marina que hace revolverse a mi pelo, soplándolo fuera de mi cara. Al meter los pies en el agua fresquita, todo cambia. Aunque el sol, la arena y el viento sigan allí, tu mente solo se concentra en la belleza del mar. Cada vez que una ola muere sobre la playa, otra parece brotar del mismo lugar. Como una cortina de pequeñas piedrecillas blancas y grises, redoblan sobre la arena mojada.
Te detienes unos momentos para observar el movimiento inexplicable de las olas, y luego te das cuenta de las ganas que tienes de simplemente tirarte al agua y dejarte llevar por el agua, dando tu cuerpo a su merced… Poco a poco avanzas sobre las aguas, y te acostumbras a sus temperaturas frías. De repente, en un momento de locura, te tiras al agua, y notas las manos frías del mar abrazándote y arrastrándote hasta al fondo del mar. Con un impulso, subes a la superficie, rompiendo el agua con tu cuerpo, respirando rápidamente intentando coger el aliento.
Luego es cuando ves todo el paraíso en el que estas como un conjunto: el mar, el cielo, el sol, la brisa, la arena, las algas que se te enroscan en los pies…
En fin, no sé que haría sin la playa, que es mi verdadero paraíso.
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