La Playa

Ya ha llegado el verano, y esperemos que tengamos buen tiempo... De todas formas, el solecito de playa me ha inspirado para escribir un texto:



Cuando mis pies se hunden en la arena de la playa por primera vez, siento un escalofrío agradable que me llena el alma de placer. Luego, mientras intentamos buscar un lugar adecuado para posar nuestros párvulos y toallas, el sol me calienta la espalda y el cuello, formando perlitas de sudor sobre mi piel.
Antes de meterse en el mar, sientes la leve brisa marina que hace revolverse a mi pelo, soplándolo fuera de mi cara. Al meter los pies en el agua fresquita, todo cambia. Aunque el sol, la arena y el viento sigan allí, tu mente solo se concentra en la belleza del mar. Cada vez que una ola muere sobre la playa, otra parece brotar del mismo lugar. Como una cortina de pequeñas piedrecillas blancas y grises, redoblan sobre la arena mojada.
Te detienes unos momentos para observar el movimiento inexplicable de las olas, y luego te das cuenta de las ganas que tienes de simplemente tirarte al agua y dejarte llevar por el agua, dando tu cuerpo a su merced… Poco a poco avanzas sobre las aguas, y te acostumbras a sus temperaturas frías. De repente, en un momento de locura, te tiras al agua, y notas las manos frías del mar abrazándote y arrastrándote hasta al fondo del mar.  Con un impulso, subes a la superficie, rompiendo el agua con tu cuerpo, respirando rápidamente intentando coger el aliento.
Luego es cuando ves todo el paraíso en el que estas como un conjunto: el mar, el cielo, el sol, la brisa, la arena, las algas que se te enroscan en los pies…
En fin, no sé que haría sin la playa, que es mi verdadero paraíso.


Espero que todos vosotros disfrutéis mucho de la playa este verano, ¡y lo paséis tan bien como yo!

Millones


Estoy leyendo un libro titulado Millones que trata de dos hermanos que se encuentran un millón de libras esterlinas. Leyendo esta novela, he pensado, ¿qué haría yo si un millón de euros me cayesen del cielo?
Lo primero que haría es pensar que estaba soñando, por supuesto. Luego, tras reponerme de la sorpresa, naturalmente, intentaría pensar por que habían caído un millón de euros del cielo, pero tampoco lo daría mucha importancia, y me daría cuenta enseguida de la suerte que tenía. Pensaría maravillada en las cosas que podría hacer… ¡En un instante me habría convertido en millonaria! Lo primero que haría es ir a comprar unos libros que me gustaría tener mucho.  Tras comprarlos y situarles ordenadamente en mi estantería, pensaría en que otra cosa podría usar el dinero restante. Tendría una idea, la cual sería comprar un gatito. Compraría viajes a ambos Egipto y Canada, en los que supongo que me lo pasaría de maravilla. Allí me compraría algún capricho, pero luego, me daría cuenta de que yo no necesitaba más, tenía todo lo que quería, una familia, amigos, y comida y bebida, y mandaría el resto del dinero a los países pobres, para que ellos puedan vivir mejor, y el dinero se vaya repartiendo poco a poco por el mundo.
(Me gustaría mucho, ahora que me doy cuenta, que esto me ocurra).

A través del cristal

  A través del cristal de la ventana de mi cuarto puedo ver las ramas de un naranjo. Como ha llovido, las hojas verdes están cubiertas de gotas, gotas que brillan llamativamente. Las naranjas son grandes y redondas, y se mueven de un lado a otro a causa del viento. Parece que las hojas y las naranjas están haciendo un baile sincronizado. Más allá, hay un extenso prado verde. En el centro,  hay un pozo hecho de grandes piedras medio derruido y muy viejo. Mi abuelo siempre me advierte que no me acerque mucho. Al fondo, un muro  de piedra gris separa esta finca de la siguiente. Allí, hay una casa de pared naranja y tejas rojas. Tiene un bonito balcón blanco con varias plantas en unos tiestos marrones. En el jardín, se pueden divisar dos estatuas de piedra de un color gris perla: son un ciervo con un petirrojo a su lado. Los vecinos de enfrente suyo tienen la casa muy parecida, solo que la pared es de color ámbar y no tiene estatuas de ningún tipo. Entre estas dos casas pasa una carretera que ha sido asfaltada recientemente.  Oigo el canto de un petirrojo, unos pocos segundos, y luego no se oye más que el ruido de los coches. En la lejanía, se ve el perfil de una colina negra. Delante de ella, un aeropuerto. Muchas veces, desde la ventana, veo despegar a los aviones. Hoy hace mucho viento afuera, y esto me da la sensación de seguridad, aquí, en mi casa.

Un hueso de mamut en el jardín

Clara era una gran amante de la paleontología.  Sentía pasión por los dinosaurios que  hace muchos millones de anos se habían extinguido. La encantaba la naturaleza y sus milagros. Toda su vida había vivido en una granja en el campo rodeada de animales y plantas. Pero, ahora, tenía que vivir en una pequeña casita, cerca de una ciudad donde sus padres encontraron trabajo. Clara prefería mil veces más la granja, puesto que en la casita el jardín era diminuto y no tenía suficiente espacio para jugar. Se pasaba el día sentada en una silla  en el jardín, y, una vez allí se ponía a leer un libro titulado, Todo sobre paleontología.
Ella quería estudiar paleontología y, por lo tanto, ser paleontóloga. Tenía un perro al que quería mucho y había bautizado Triceratops, un tipo de dinosaurio que media 3m de altura y 9m de longitud. Pesaba 5500kg. Era un herbívoro y tenía grandes cuernos. Iban en grupos para protegerse de otros depredadores.  
Una mañana, Clara estaba sentada en la silla en el jardín, mientras Triceratops escarbaba en el jardín. Clara estaba en el punto más interesante del libro cuando, Triceraptos vino moviendo la cola alegremente, y agarro con los dientes el pantalón para conducirla al agujero que había escarbado. Allí yacía un gigantesco hueso. Sus padres no estaban en casa y entonces Clara llamo a los expertos para que le dijesen de lo que trataba. Ellos se quedaron fascinados, porque era un fémur de Mamut. UN FEMUR DE MAMUT. La ofrecieron muchísimo dinero por el hueso, los expertos y dueños de museos, pero Clara rechazo. Ese era su fémur de mamut. Y entonces Clara supo que era una joven paleontóloga muy afortunada.

Un lío con los idiomas

Era domingo por la mañana. Duna estaba en la cama y oía un zumbido leve bastante cercano. Sin abrir los ojos, supuso que era su madre con la aspiradora limpiando su cuarto o el pasillo. Abrió los ojos, y se sorprendió muchísimo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué extraña razón se encontraba allí? ¿Quién era aquella pareja al lado de ella? Duna solo sabía que se hallaba en un avión con destino a un lugar desconocido. Toco en el hombro a la muchacha desconocida que estaba a su lado. Esta giro la cabeza para mirar a Duna. Duna pregunto tímidamente,
-¿Qué destino tiene este avión?
-Quoi?- Claramente, la señora era francesa. Duna lamento no haber prestado mucha atención en clase de francés.
Una azafata paso por allí, ofreciendo revistas a los viajeros y regalándoles su hermosa y plácida sonrisa. Duna aprovecho el momento, y pregunto:
-¿Qué destino tiene este avión?-
-I beg your pardon?- la señora no entendía a Duna. Duna estaba desesperada. ¿Por qué no encontraba a nadie en el avión que pudiese hablar español? Con su mejor inglés, Duna  interrogo a la azafata,
-Where go this plane?- Duna usaba un mal inglés, y una vez más se arrepintió de no atender mucho en clase. La azafata la entrego una revista que tenía en la mano que, en la portada ponía en grande, AUSTRALIA La película, ahora en cines. Señalo la palabra Australia, mostrando sus largas uñas pintadas de un color rojo muy llamativo. La azafata había entendido que Duna no sabía mucho inglés, y había buscado una manera con la que decirle a Duna que el destino era Australia. Duna se quedo boquiabierta. ¿Podía creérselo? Marchaba al otro lado del mundo. ¡Qué locura!
La azafata condujo a Duna al copiloto. Este tenía una cara muy agradable. Era un hombre mulato, que tenía dientes blancos como perlas. Sonrió y dijo,
-Buenos días, los incendios están arrasando Australia, vamos a ayudar con la replantación de arboles.
En ese momento, Duna se despertó. Hacia un día soleado y Duna recordó que ese día iba con su familia a plantar árboles a un monte cercano. ¡Ahora entendía el porqué de aquel sueño!

Paseando, paseando...

Una ligera brisa me acariciaba el rostro. Caminaba plácidamente por la vereda. A ambos lados del camino, majestuosas casas se podían divisar a través de los altos setos. Sentía un placer indescriptible, mientras pensaba en sueños y maravillas. Pero, todo este gusto y ánimo desapareció al ver la casa deshabitada. Es una casa que fue quemada hace muchos años. Un escalofrió me recorrió el cuerpo entero. La casa había sido blanca anteriormente, pero ahora tenía un color grisáceo. Sus paredes estaban descascarilladas, y sus numerosas ventanas rotas. Unas cortinas desgarradas aun se movían de un lado a otro en el viento, como si hubiese un fantasma rondando por la casa. Me estremecí. Al cabo de un rato seguí caminando, pero tenía la sensación de que el espectro me perseguía, y que se escondía tras los setos cuando yo miraba a mis espaldas. Acelere el paso. Pero poco a poco me fui tranquilizando. Se oía el canto de muchos pájaros, todos agrupados en una gran palmera, y un poco más adelante, vi un par de mariposas con alas brillantes y llamativas revoloteando entre las flores. Unos niños jugaban alegremente en los columpios del parque y poco a poco me olvide de esa sensación de fantasmas  y hechizos malvados.

Un último encuentro

Aquí va una historia, (un poco triste), que me gustaría compartir con vosotros:

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UN ÚLTIMO ENCUENTRO
A la memoria de Perla

Me fui a la cama con sentimientos de tristeza y culpabilidad. Entró mi madre en la habitación y me dio un beso en la mejilla, intentando consolarme, sin éxito. Cuando salió, una lágrima se deslizó por mi rostro, formando un punto gris en la almohada.
*  *  *
Todo había comenzado una soleada mañana de junio, mientras veraneábamos en la casa de campo de mis abuelos. Los rayos de sol habían inundado mi habitación en color y me habían regalado un hermoso despertar. Bajé las escaleras, entré en la cocina y me llegó un olor a huevos revueltos, café y pan tostado que dibujó una sonrisa en mis labios. Me senté a desayunar con mis padres y abuelos en el jardín, dado que hacía tan bueno.  Después de satisfacer mi apetito, cogí un libro y me puse a leer, el aroma de la naturaleza rodeándome y abrazándome sosegadamente.
Fue entonces cuando les vi por primera vez, encabezados por su madre. Una familia de gatos se escondía de mí entre los arbustos de camelias. Dejé el libro en la silla y me levanté cautelosamente. Sus maullidos juguetones eran música para mis oídos. Al acercarme, todos salieron corriendo, asustados por mi presencia; todos menos uno: un gatito anaranjado, color mermelada de melocotón, que se quedó quieto, observándome con curiosidad. Me acerqué aún más, intentando no asustarlo con movimientos bruscos.  Giró la cabeza hacia un lado, sus ojos inquisitivos mirándome fijamente.
Estaba ya tan cerca que empecé a alargar la mano, con esperanza de poder tocarle.
-¡Carlota!- gritó mi abuelo desde la cocina, espantando al pobre gatito-. ¡Te necesita tu abuela!
-¡Voy!- dije, viendo cómo se alejaba el gatito, y cómo saltaba la tapia.
No les volví a ver hasta la mañana siguiente. Fue desde el ático, mirando por la ventana, cuando les pillé escarbando y jugueteando en la huerta de mi abuelo. Sonreí para mis adentros y bajé las escaleras rápidamente. Entré en la cocina y en un minuto, llené un plato con leche calentita. Al salir al jardín, los gatitos se acercaron con cautela, atraídos por el olor de la leche, y en cuanto me alejé un poco, se lanzaron disparados hacia el platito. Me reí suavemente al ver cómo lamían la leche con sus pequeñas lenguas rosas y cómo me vigilaban al mismo tiempo por el rabillo del ojo… Cuando el platito de leche quedó vacío, el gatito color mermelada de melocotón volvió a mirarme con atención: poco a poco fui alargando mi mano hasta conseguir acariciarlo. Parecía gustarle, podía oír su suave ronroneo. Le cogí en mis brazos y note el latido de su corazón y su calorcito. Le llevé a mi habitación y le posé sobre la cama, y enseguida empezó a juguetear con mi osito de peluche. Enseguida nos hicimos inseparables. No quería volver a casa y dejarle atrás…
Fue mi abuelo quien, al terminar las vacaciones, me sorprendió con un último regalo. Ya estaba montada en el coche, el cinturón rodeándome el cuerpo, cuando mi abuelo, ignorando las protestas de mi madre, me dio una cestita que contenía al gatito. Me despedí de mis abuelos y el coche nos alejó de ese lugar, botando sobre la desigual carretera. Al llegar a casa, lo primero que hice fue acomodarle en un rinconcito de mi cuarto con una pequeña manta que solía ser de mis muñecas, y unos cojines viejos. Le bauticé Motto.
Motto se acostumbró enseguida a su nueva vida. Le gustaba esperarme todos los días cuando yo volvía del colegio, para subirse a mi regazo mientras comía. Cuando me sentaba a hacer los deberes, se enroscaba perezoso a mis pies. Me hacía reír cuando observaba fijamente los giros y  vueltas de la lavadora… Pasábamos mucho tiempo juntos, excepto durante las noches, cuando cada uno tomábamos nuestro camino, yo en mi cama calentita y él, en las calles tranquilas y oscuras.
Teníamos un pasado juntos y, hasta recientemente, pensaba que también un largo futuro…
*  *  *
Aquella tarde al llegar a casa después del colegio, mi madre fue la que me dio la mala noticia. Motto había sido atropellado. Al instante me empecé a sentir débil. ¡Era imposible! Mis ojos se inundaron de lágrimas que no podía contener. Los dedos me temblaban y apreté los dientes, intentando evitar que un grito escapara de mi boca. Si nunca habéis perdido a un querido amigo o familiar, os será difícil entender lo que sentí.
Con un sentimiento de culpabilidad, recordé los últimos instantes que habíamos compartido: esa misma mañana, cuando Motto intentaba rodearme los tobillos con su cola, le había echado a un lado, porque llegaba tarde al colegio.
Por la tarde, salí al jardín. Hacía viento y el cielo estaba cubierto de nubes grisáceas que parecían más bien mares ajetreados que algodones blancos. En una esquina del jardín habíamos enterrado a Motto. Me acerqué, procurando no pisar ninguna de las margaritas que crecían por la zona. Las gotas de lluvia sobre la hierba brillaban como un millón de diamantes. Respiré hondamente. No quería empezar a llorar, pero no lo pude evitar. Comenzó a llover de nuevo. Primero, una fina llovizna que apenas se podía percibir y que enseguida se convirtió en gotas gruesas, pesadas y oscuras. Los cielos se habían abierto. Era como si Dios también estuviera llorando. A pesar del diluvio que me rodeaba, no me di la vuelta para volver a casa. Quería quedarme allí, junto a Motto, aunque su presencia solamente fuera espiritual y no en carne y hueso. Me arrodillé sobre el fangoso suelo, embarrándome la rodillera de los pantalones.
*  *  *
Aquella noche, no podía  dormir. Los remolinos de viento golpeaban las ventanas. De repente, oí un ruido, que me alarmó. Era un débil crujido, como el que se oye en las películas de miedo cuando alguien siniestro abre una puerta. Con miedo, me senté en la cama y dirigí la mirada hacia la puerta. Tras unos minutos silenciosos, de tensión en la habitación, me volví a tumbar, los ojos abiertos como platos. Estaba a punto de volverme a dormir cuando… ¡Otra vez el mismo ruido! La curiosidad sobrepasándome el miedo, me levanté y sigilosamente me acerqué a la puerta. La abrí y…. ¿¡Motto!? No sé cuál fue mi primer sentimiento, si la incredulidad o la alegría de volver a verle.
Si alguien me preguntara que hicimos esa noche, se sorprendería con mi respuesta. No hicimos nada en especial, sólo estar juntos, simplemente me senté en la cama, Motto se subió a mi regazo, y estuve acariciándole y escuchando su dulce ronroneo toda la noche.
*  *  *
A la mañana siguiente, me desperté con pena, pero estaba libre del peso de la culpabilidad. Sabía que aquella noche había sido una última oportunidad, una última despedida…
Esa misma mañana, bajé al jardín de nuevo y me acerqué al lugar dónde había estado el día anterior. La tormenta se había calmado, así como mi alma. El cielo presentaba un color gris azulado, con zonas despejadas. Las nubes habían recuperado su color original, el blanco. La hierba, después de la lluvia de la noche anterior, había adquirido un color verde esmeralda. Detrás de las pocas nubes que descansaban en el cielo, los rayos del sol no parecían repartir luz sino tristeza.
Unos días después, planté en ese mismo lugar un arbusto de camelia, que pronto creció y se convirtió en el símbolo de  nuestro cariño y del tiempo que pudimos compartir.

FIN