Aquí va una historia, (un poco triste), que me gustaría compartir con vosotros:
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UN ÚLTIMO ENCUENTRO
A la memoria de Perla
Me fui a la cama con sentimientos de tristeza y culpabilidad. Entró mi madre en la habitación y me dio un beso en la mejilla, intentando consolarme, sin éxito. Cuando salió, una lágrima se deslizó por mi rostro, formando un punto gris en la almohada.
* * *
Todo había comenzado una soleada mañana de junio, mientras veraneábamos en la casa de campo de mis abuelos. Los rayos de sol habían inundado mi habitación en color y me habían regalado un hermoso despertar. Bajé las escaleras, entré en la cocina y me llegó un olor a huevos revueltos, café y pan tostado que dibujó una sonrisa en mis labios. Me senté a desayunar con mis padres y abuelos en el jardín, dado que hacía tan bueno. Después de satisfacer mi apetito, cogí un libro y me puse a leer, el aroma de la naturaleza rodeándome y abrazándome sosegadamente.
Fue entonces cuando les vi por primera vez, encabezados por su madre. Una familia de gatos se escondía de mí entre los arbustos de camelias. Dejé el libro en la silla y me levanté cautelosamente. Sus maullidos juguetones eran música para mis oídos. Al acercarme, todos salieron corriendo, asustados por mi presencia; todos menos uno: un gatito anaranjado, color mermelada de melocotón, que se quedó quieto, observándome con curiosidad. Me acerqué aún más, intentando no asustarlo con movimientos bruscos. Giró la cabeza hacia un lado, sus ojos inquisitivos mirándome fijamente.
Estaba ya tan cerca que empecé a alargar la mano, con esperanza de poder tocarle.
-¡Carlota!- gritó mi abuelo desde la cocina, espantando al pobre gatito-. ¡Te necesita tu abuela!
-¡Voy!- dije, viendo cómo se alejaba el gatito, y cómo saltaba la tapia.
No les volví a ver hasta la mañana siguiente. Fue desde el ático, mirando por la ventana, cuando les pillé escarbando y jugueteando en la huerta de mi abuelo. Sonreí para mis adentros y bajé las escaleras rápidamente. Entré en la cocina y en un minuto, llené un plato con leche calentita. Al salir al jardín, los gatitos se acercaron con cautela, atraídos por el olor de la leche, y en cuanto me alejé un poco, se lanzaron disparados hacia el platito. Me reí suavemente al ver cómo lamían la leche con sus pequeñas lenguas rosas y cómo me vigilaban al mismo tiempo por el rabillo del ojo… Cuando el platito de leche quedó vacío, el gatito color mermelada de melocotón volvió a mirarme con atención: poco a poco fui alargando mi mano hasta conseguir acariciarlo. Parecía gustarle, podía oír su suave ronroneo. Le cogí en mis brazos y note el latido de su corazón y su calorcito. Le llevé a mi habitación y le posé sobre la cama, y enseguida empezó a juguetear con mi osito de peluche. Enseguida nos hicimos inseparables. No quería volver a casa y dejarle atrás…
Fue mi abuelo quien, al terminar las vacaciones, me sorprendió con un último regalo. Ya estaba montada en el coche, el cinturón rodeándome el cuerpo, cuando mi abuelo, ignorando las protestas de mi madre, me dio una cestita que contenía al gatito. Me despedí de mis abuelos y el coche nos alejó de ese lugar, botando sobre la desigual carretera. Al llegar a casa, lo primero que hice fue acomodarle en un rinconcito de mi cuarto con una pequeña manta que solía ser de mis muñecas, y unos cojines viejos. Le bauticé Motto.
Motto se acostumbró enseguida a su nueva vida. Le gustaba esperarme todos los días cuando yo volvía del colegio, para subirse a mi regazo mientras comía. Cuando me sentaba a hacer los deberes, se enroscaba perezoso a mis pies. Me hacía reír cuando observaba fijamente los giros y vueltas de la lavadora… Pasábamos mucho tiempo juntos, excepto durante las noches, cuando cada uno tomábamos nuestro camino, yo en mi cama calentita y él, en las calles tranquilas y oscuras.
Teníamos un pasado juntos y, hasta recientemente, pensaba que también un largo futuro…
* * *
Aquella tarde al llegar a casa después del colegio, mi madre fue la que me dio la mala noticia. Motto había sido atropellado. Al instante me empecé a sentir débil. ¡Era imposible! Mis ojos se inundaron de lágrimas que no podía contener. Los dedos me temblaban y apreté los dientes, intentando evitar que un grito escapara de mi boca. Si nunca habéis perdido a un querido amigo o familiar, os será difícil entender lo que sentí.
Con un sentimiento de culpabilidad, recordé los últimos instantes que habíamos compartido: esa misma mañana, cuando Motto intentaba rodearme los tobillos con su cola, le había echado a un lado, porque llegaba tarde al colegio.
Por la tarde, salí al jardín. Hacía viento y el cielo estaba cubierto de nubes grisáceas que parecían más bien mares ajetreados que algodones blancos. En una esquina del jardín habíamos enterrado a Motto. Me acerqué, procurando no pisar ninguna de las margaritas que crecían por la zona. Las gotas de lluvia sobre la hierba brillaban como un millón de diamantes. Respiré hondamente. No quería empezar a llorar, pero no lo pude evitar. Comenzó a llover de nuevo. Primero, una fina llovizna que apenas se podía percibir y que enseguida se convirtió en gotas gruesas, pesadas y oscuras. Los cielos se habían abierto. Era como si Dios también estuviera llorando. A pesar del diluvio que me rodeaba, no me di la vuelta para volver a casa. Quería quedarme allí, junto a Motto, aunque su presencia solamente fuera espiritual y no en carne y hueso. Me arrodillé sobre el fangoso suelo, embarrándome la rodillera de los pantalones.
* * *
Aquella noche, no podía dormir. Los remolinos de viento golpeaban las ventanas. De repente, oí un ruido, que me alarmó. Era un débil crujido, como el que se oye en las películas de miedo cuando alguien siniestro abre una puerta. Con miedo, me senté en la cama y dirigí la mirada hacia la puerta. Tras unos minutos silenciosos, de tensión en la habitación, me volví a tumbar, los ojos abiertos como platos. Estaba a punto de volverme a dormir cuando… ¡Otra vez el mismo ruido! La curiosidad sobrepasándome el miedo, me levanté y sigilosamente me acerqué a la puerta. La abrí y…. ¿¡Motto!? No sé cuál fue mi primer sentimiento, si la incredulidad o la alegría de volver a verle.
Si alguien me preguntara que hicimos esa noche, se sorprendería con mi respuesta. No hicimos nada en especial, sólo estar juntos, simplemente me senté en la cama, Motto se subió a mi regazo, y estuve acariciándole y escuchando su dulce ronroneo toda la noche.
* * *
A la mañana siguiente, me desperté con pena, pero estaba libre del peso de la culpabilidad. Sabía que aquella noche había sido una última oportunidad, una última despedida…
Esa misma mañana, bajé al jardín de nuevo y me acerqué al lugar dónde había estado el día anterior. La tormenta se había calmado, así como mi alma. El cielo presentaba un color gris azulado, con zonas despejadas. Las nubes habían recuperado su color original, el blanco. La hierba, después de la lluvia de la noche anterior, había adquirido un color verde esmeralda. Detrás de las pocas nubes que descansaban en el cielo, los rayos del sol no parecían repartir luz sino tristeza.
Unos días después, planté en ese mismo lugar un arbusto de camelia, que pronto creció y se convirtió en el símbolo de nuestro cariño y del tiempo que pudimos compartir.
FIN